El escritor puertorriqueño Eduardo Lalo produce la posibilidad de una mirada y la ensaya sobre un territorio que lo exige. Muchos de quienes lo leen reconocen el territorio, pero esquivan las repercusiones que pueda causar una mirada sostenida. Así como Macedonio Fernández se dirigía a la posibilidad de construir el personaje del lector, Lalo conmina –y el gesto es muy político y quizá por ello suscite reacciones viscerales– a otro lector –puertorriqueño, sudaca, cualquier habitante de las ciudades globalizadas sumidas también en la periferia o las pandemias– a mirar y descubrir aquello que se pierde en la autocomplacencia, en el vacío del anonimato perdurable, en el hacer sin repercusión ni reconocimiento, y también en una mirada que desea y teme a otra que la mire a cambio, una comunidad que se reconozca en ella. En ese emplazamiento, que incluye la desestabilización del lector, se halla el impacto que produce la obra de Eduardo Lalo: una máquina de estremecimientos que nunca se sabe qué podrá desatar. Espacio y lugar han sido objeto de la reflexión de geógrafos, planificadores, arquitectos, literatos, filósofos. En particular, la habitación de una región o de una localidad ocasiona sucesivos replanteamientos sobre qué es el lugar y cómo se transforma mediante la interacción con sus habitantes. En la obra de Lalo se puede reconocer ese espacio en las frases recurrentes de “trópico profundo”, “situación-dónde” o en la dupla “ciudad-errancia”, planteamientos todos alusivos a la pertinencia del desde donde se enuncia y para |