ecuatorial” y una gran parte de sus páginas está consagrada también al proyecto del establecimiento de una vía del Pacífico al Atlántico por el Perú central, en este caso por el río Pichis. Y todavía no mencionamos además a dos ilustres predecesores: F. de Castelnau y P. Marcoy que es el seudónimo de L. de Saint-Cricq, ni a justo título de oscuros escribidores que pasaron por esas tierras y creyeron bueno inmortalizar la pobreza de su estilo, la estrechez etnocéntrica de su juicio y de su visión, y a veces hasta su suficiencia narcisista. Lo que llama la atención en O. Ordinaire, en primer lugar, es su escritura vivaz a la vez que precisa y ligera, elegante sin floreos excesivos. Enseguida es una cierta dosis de espíritu crítico y de humor que agudiza su mirada y afina sus juicios; el hombre no está desprendido de los prejuicios de su tiempo, como lo muestran sus palabras sobre las razas amarillas, indias y blancas (ver por ejemplo, en el cap. XIX, la equivalencia entre indios y niños), pero como humanista, él tiene suficiente libertad de espíritu y de tolerancia para no dejarse llevar como tantos otros por una ceguera de clase, y para llamar “a un gato gato y a Rolet un bribón” según los términos de Boileau (ver el ejemplo de Laroni al fin del primer capítulo o sus palabras sobre las correrías en el cap. XV y al fin del cap. XXI). Es, finalmente, y sobre todo, el haber tenido la preocupación de recopilar la documentación… |